domingo, 31 de agosto de 2014

EL MONO

Soy un mono, muy grande, en el principio del tiempo. Todo es duro y frío, como las rocas de mi cueva. También hay calor, el que encuentro en las entrañas de nuestra caza.  Hay calor en nuestras hembras, en nuestros juegos, en mi corazón cuando lucho. Mis manos parten la carne de la presa a golpes afilados de piedra. El olor de la carne es intenso, cálido y es mío, y lo comparto. 

El silencio agudiza cada ruido. Ruido de aliento, de viento, de huellas que se acercan, de arena, de tiempo. Puedo escuchar los ruidos de vida latente a mi alrededor. La brisa y la lluvia pesan suavemente y me acompañan como un manto violáceo. Mis hermanos se miran, se tocan, estamos sentados en la cueva. Salimos a cazar y regresamos con comida. Las hembras se miran, están con las crías, las contemplan, todos comemos. Grito desde el fondo de mis entrañas al aire. Extiendo mis brazos y abro mi pecho. Corro, soy veloz.

Por la noche me tumbo en mi hueco. Está frío hasta que mi cuerpo se adapta y se funde con el suelo. Desde aquí veo las estrellas, el aire de la noche me peina el cuerpo y me enfría la cara. Mis manos también frías y ásperas juegan con un hierbajo, con un bicho, lo pruebo.  Soy negro. Si hay una pelea, reacciono violentamente, soy más fuerte que la montaña. Junto a mis hermanos golpeo sin piedad al débil caído, y muere y se olvida. 

El cielo anaranjado de la tarde envuelve nuestra rutina. En la cueva hay huesos, ramas y estamos nosotros. Pero salimos a cazar. Las hembras se quedan, siempre se quedan, ellas permanecen en la cueva con nuestros hijos. 

Observo a mis hermanos. A veces busco en su mirada la mía, pero no la encuentro. ¿Se miran ellos en el río, como yo lo hago? ¿Ven ellos las figuras donde yo las veo? ¿Sienten ellos ganas de caminar un poco más lejos? 

Después de matar, después de jugar, después de contemplar a la manada desplazarse o sentarse,  quiero correr en sentido contrario y alejarme de allí. Pero no lo hago, porque nadie lo hace. Ellos se quedan en el siempre. No veo respuesta en su mirada y empiezo a sentirme solo. Yo quiero algo más. ¿Querrán ellos? Mi amigo, un hermano, me responde, siente como yo. Nos separamos un poco del grupo, nos vamos más allá del río y compartimos descubrimientos. Él me enseña su tesoro escondido bajo una piedra. Regresamos alegres a la cueva, pero todo es igual. Siempre es igual y ellos no lo saben, son herméticos y comienzo a rechazarlos.

En mi pecho tengo deseos de una manada llena de amigos como el mío, de hermanos como éste. Ahora siempre nos sentamos juntos. Nos entendemos. Veo mi mirada en él. Esta noche partiremos para buscar algo, otros caminos,  y si morimos, será libres.

jueves, 28 de agosto de 2014

UN BRINDIS





Kingston, 23 de julio de 2014

Todo lo que me gustaría ahora es vivir en España en una casa llena de luz y llevar un delantal porque me paso el día cocinando tartas, empanadas, pan y comida sana. Cuido mi jardín y mi huerto y leo libros en una hamaca bajo el frescor de la sombra de mis árboles. Escribo. Y en mi cabeza no hay sitio para otra cosa que para lo que yo quiero pensar. Hay un río cerca. Me voy de excursión a recorrer los montes y los valles con mis hijos. Por supuesto también tengo huevos de gallinas felices, pero eso no es algo que esté en mis deseos de futuro, es una realidad  que comenzará este mismo fin de semana, cuando arregle el pequeño corral que hay detrás de la casa y compre dos gallinas ponedoras.
 
La otra noche en mi jardín me tomé una copa. Miré a mi perra Greca, a la que adoro y en vez de darle un poco de mis espaguetis con tomate, mi cena, le mire a los ojos y le dije: no me puedo creer que seas mi mejor amiga y siempre te de tan poco.  Así que compartimos a medias el plato "un tenedor para ti y otro para mí". Y levanté en una de estas mi tenedor al cielo oscuro de la noche cerrada y brindé por nosotras. Y lo que vi fue un ramo  de cintas con salsa roja brillando sobre un fondo exhuberante y explosivo de mango y cocotero.
 
Y me dije: "Estoy cada día, cada noche bajo este mango recio que ha resistido frente a mis ojos  varios huracanes.  Y este cocotero, que he visto crecer desde la altura de mi cintura hasta el tamaño de un piso de seis plantas". Y brindando con pasta por mi perra y por mí me di cuenta de que en parte tengo suerte. Y entonces me entraron ganas de llorar, pero no por el brindis, sino por lo que hay detrás, por lo que no es tan bonito. 

Una gran Carmen, de muchos años, se acercó a mí entonces y me dio un beso. Sentí su abrazo pausado, calmando mi angustia, mi ignorancia de lo que es y será. Como si me dijera “tranqui” y se me llenaron los ojos de lágrimas. Yo de viejecita abrazándome en un regreso al pasado y sí, claro, estoy cada vez más majara, pero no por eso. Sinceramente a veces empiezo a pensar en si las cosas se ponen a la deriva de la cordura.
 
Por otra parte, hace meses que no llueve. Esperábamos lluvia en mayo pero solo en dos ocasiones aparecieron las nubes y nos dejaron algo de agua, de forma tímida. Creíamos que era el principio de la temporada de lluvias pero no fue así. Estamos terminando julio y esas dos tormentas pasajeras de primeros de mayo es lo único que nos ha caído del cielo hasta el momento. Nunca he visto las plantas tan secas. Todas las hojas de los arbustos crepitan si las tocas, las acacias han perdido todas las flores y  su porte es ahora alicaído y polvoriento. Los cactus, enjutos. Todo esmirriado, raquítico, consumido, en su mínima expresión. El césped casi blanco, áspero. Hay brisa cada día pero aunque se agradece arrastra el polvo del suelo y nos cubre a nosotros, a las plantas, a los muebles. 

A veces, si hay un momento de silencio, parece que escucho un reloj esperando la primara gota que nos salve de esta sequía. Dicen que es el verano más caluroso en muchos años y precisamente el único en diez años que paso aquí. Pancy dice que esto nos pasa por no creer en Dios. 

-¿Qué dices?- pienso que no he entendido bien. 
-Que la gente no cree en Dios y cada vez hace más maldades. Esta sequía es un castigo del señor, eso es. 
-No Pancy- contesto-. Dios no tiene que ver con todo esto. 
-Sí, la gente no va a la iglesia  y hace cosas malas, la perversidad. Es un castigo de Dios. 
-No, Pancy. Supongo que le da igual si creemos en él o no. Si es tan todopoderoso no nos necesita  y mucho menos va a perder el tiempo para encargarse de sequías locales con lo que está pasando en otras partes del mundo- le replico no sin sentirme un tanto culpable por hablarle de algo en lo que no creo. 
 
Pancy siempre te da este tipo de explicaciones. A veces la encuentro en la cocina y me dice: 

_Va a haber un terremoto. 
-¿Por qué? 
-Porque la tierra está muy caliente y...porque ha habido muchos crímenes últimamente. 

Ella piensa que Dios hace limpias de "humanidad". Especialmente en Jamaica, donde está la peor calaña del planeta, según ella.

Recuerdo todo esto conduciendo a casa desde el supermercado. Mi hijo León va detrás de mí, en su sillita. Mira fijamente y con desinterés la carretera mientras toma el biberón como si-se-fuera-a-acabar-el-mundo (como todo lo que hace). Y, mientras, yo sigo pensando qué es lo que me ha pasado esta semana para sentirme tan liberada. De repente puedo respirar de nuevo, siento como si me hubieran quitado una armadura de sentimientos difíciles, pesados y asfixiantes que arrastraba durante mucho tiempo, tanto que pensaba que se iba a quedar conmigo. Quizás sea el haber podido leer una novela después de dos años sin abrir un libro. Una puerta que me ha llevado  a un espacio en el que la armadura no cabía.

Y me comparo, pienso, estaba tan seca como todo alrededor y esta novela ha sido como la lluvia que estamos esperando. Y los puntos y las comas y los otros y sus vidas han entrado como un suero y me han reavivado. Escucho una música en la radio que acompaña perfectamente el ritmo del gotero intravenoso y en esos precisos momentos el parabrisas comienza a llenarse de golpes. 

-¡León! ¡Está lloviendo!!! 

Cinco minutos más tarde aparco en casa. Está lloviendo sobre nuestro polvo seco.  Natacha da saltos de alegría en la baranda y yo comienzo a saltar con León en mis brazos, bailando bajo la lluvia.  


A GRANDES PASOS




La Manga-Madrid. Continental S.A. Son las 2 menos cuarto de un día de junio y el autobús de esos que llevan un aseo con inodoro. Pero da lo mismo, es igual de incomodo que los que no lo llevan. Mi compañero de viaje y yo nos esforzamos por no molestarnos mutuamente y nuestros cuerpos se inclinan muy sutilmente para el lado contrario. Me ha tocado ventanilla. Si tuviera que describir el color del viaje diría "marrón y amarillo crema", los colores del helado más aburrido del verano. 

Aunque se me está haciendo largo me ha gustado sortear las calles del centro de Murcia y pararme en la estación para estirar las piernas. Me ha recordado a mis viajes de hace veinte años cuando todo lo que me esperaba en el destino me parecía mucho más grande y emocionante que ahora.

Las baldosas son de terrazo, las ventanillas de acero inoxidable ochentero y las paredes de cualquier color, es de esas estaciones que no importa si están recién pintadas o no, son algo lúgubres  y de luz eléctrica apagada. La megafonía me hace pensar que estoy en una sala electrificada con resonancias de allá por los 60. Me encanta respirarlo, saborearlo y revivir la escena. Una joven esperando el autobús de salida para cualquier rumbo. Pero resulta que ya no soy tan joven. El pórtico gris me recuerda a las despedidas con mi exnovio, llenas de buen amor. Me compro una botella de agua en una máquina dispensadora de bebidas y snacks. Es lo más moderno de la estación, eso y todos los que estamos allí, que somos del año en curso. Seguimos el trayecto.
 
Se me va el pensamiento mirando el paisaje. Si me fijo en el cristal todo pasa entreverado, a jirones y si pongo los ojos en lo que hay fuera los postes y las farolas de la autopista cortan la visión como los márgenes de una cinta de cine.  Elijo lo segundo, como todos. Hace un calor insoportable ahí afuera y miro el reloj más de lo que quisiera porque el asiento empieza a incomodarme.
 
Contemplo los campos con cariño, la cuneta como mía y la barrera de seguridad como más mía todavía. Vivir fuera y no poder regresar a tu país te hace querer de él todo, hasta los remaches feos que estropean el paisaje.

Comienzan los campos de cereal, de trigo color oro ya cortado. El amarillo es intenso y resalta en un cielo azulísimo y caluroso. Mi tierra de fuego en junio, cuarenta y dos grados. Aire seco e inflado que te arropa  y a todos asusta. Bajo ese calor de siesta obligada y botijo fresquito y a la sombra, me paseo yo tan a gusto dejando que me envuelva. No me afecta lo más mínimo. Nos queremos ambos. Mi fuego seco. Llevo diez años chorreando en el calor húmedo y sofocante de Jamaica, espantando mosquitos. Doblándome y moviéndome lentamente en un desajuste constante de mi cuerpo con ese clima. Pero oyendo mis tacones en el silencio de las tres de la tarde de esa calle solitaria de cualquier pueblo español soy feliz. Escuchando las campanadas de la iglesia y sintiendo el fuego del verano con el que he crecido y me he hecho y que ya no puedo sentir tanto como quisiera.

En los campos que veo de trigo cortado hay al fondo árboles verde aceituna, chapaditos, redonditos. Cuando vengo de Jamaica se ven desde el avión como lunares, tela de lunares, campos de lunares.
 
Me fijo en los que van pasando. Veo más adelante otro campo de paja, pegado a la carretera, hay un árbol dentro, igual que los del fondo, pero a éste le veré más cerca cuando lo rebase. Antes de alcanzarlo comienza a moverse. Me conmuevo. Me incorporo para contemplarlo. Ha comenzado a correr. Le salen zancadas grandes, potentes. Se mueve como si lo hiciera bajo el agua pero con tanta fuerza que no lo aminora. Cada vez corre más, echando sus ramas al viento. Inclinado corre por todo el campo de trigo cortado. Al llegar a la linde vuelve a emprender la carrera en otra dirección dentro de su tierra. Son zancadas firmes, pasos de pura energía. Me retumban por un segundo traspasando la luna del cristal y mis ojos se vuelven para no perder de vista la escena…el árbol corriendo libre y poderoso por su campo de trigo cortado. Nada me ha dejado hasta ese momento una sensación de libertad mayor. Una imagen que incorporo a mi ruta de vida. Dos segundos que se alargan como horas y que mi recuerdo impondrá sobre mi rutina diaria.


Cañas cortadas

Cañas cortadas