jueves, 28 de agosto de 2014

IRVINE


 
Y entonces Irvine miró hacia arriba y vio cómo ese nubarrón descargaba sobre él. Vio la tromba de agua bajar. El conjunto de goterones de agua pura y cristalina descender  hacia su rostro y detenerse justo un instante antes de tocarle. Sintió un momento más tarde el golpe brusco del agua castañeando en las baldosas de la plaza, mientras él mantenía el cuello curvado hacia arriba, la boca apretada y sus ojos grises haciendo frente a las gotas brillantes que se mantenían a un centímetro de su cara. Esa nube mojaba el suelo a su alrededor.
 
Dice que oía  una música increíble mientras las miraba. Empezaban en sus ojos y llegaban al cielo. Hubiera estado toda su vida escuchando una música así pero llegó un momento en que, de repente, todo ese agua parada se puso de nuevo en movimiento descargando sobre él con violencia y tuvo que cerrar los ojos y protegerse  la cabeza.
 
Corrió entonces hacia el mercado todo lo rápido que pudo y entró en los soportales. Ahora sólo se oía la lluvia caer fuerte. Se sentó en el rellano y  por un momento se quedó pensando perplejo en aquello tan increíble. Se miraba los zapatos y el chicle pegado en la baldosa mientras pensaba y esperaba a que descampara. El  brusco aire que se había levantado le traía mechones de pelo mojado a la boca y los escupía con desinterés. Era una mañana de verano, el día anterior había hecho mucho calor y por eso llovía así, pensó.
  
A Irvine le gustaban mucho las tormentas estiavales, repentinas, magníficas. Sobre todo si eran por la tarde noche y había que buscar velas por los cajones porque se iba la luz. Irvine sacó un mechero de su bolsillo y empezó a chasquearlo nervioso, inquieto. De repente sintió un seco bofetón de un cartón en su mejilla. Se asustó. Había sido un golpe del viento, que cada vez movía  la lluvia con más fuerza. La hacía entrar ya hasta las puntas de sus zapatos. Los soportales eran muy anchos y a la altura de aquel rellano era muy difícil que llegara el agua. I

Irvine se dio cuenta de que quizás esa nube inquietante, aquello increíble que le había ocurrido aún no había acabado. Nunca había visto llover así y el viento envolvía todo de una forma extraña. Se levantó y miró la plaza. El cielo, una masa gruesa de ceniza, una pura mancha negra dejó la mañana de verano como una tarde oscura y siniestra y era tan intensa la lluvia, tan compacta que todo se veía  como a brochadas. 
 
De repente, un fuerte estruendo de ventanas y puertas golpeadas, una furia que le empujó contra la pared.  La intensa lluvia entraba en las paredes de los soportales con azotes violentos.  Corrió hacia la puerta del mercado, una papelera  le pasó por el hombro y rompió la luna de la  tintorería. Se abalanzó a cerrar la puerta una vez dentro, por miedo a que otro objeto volara hace él. Pero vio que allí no había nadie. Eran las once de la mañana  y los puestos estaban abiertos. Las luces encendidas, pero dónde estaba la gente. El corazón empezó a latirle con fuerza, sintió debilidad en sus piernas. Entonces, entre el ensordecedor ruido de la lluvia y el viento, oyó, muy lejanos, ruidos en el techo, como alfileres cayendo. Luego muchos, cada vez más perceptibles. Notó con estupor que la lluvia entraba por arriba, que el techo se iba convirtiendo en un filtro de lluvia, de la misma de fuera. En poco llovía en el mercado como en la calle y el viento abrió como una estampida las puertas principales y tiró pesos y verduras y papeles y botes que golpearon a Irvine.
 
Atemorizado, salió de allí como pudo pero la tormenta formaba numerosos remolinos de gotas y granizo punzante que le atizaban contra las paredes de la calle. Intentó llegar hasta el ayuntamiento. Empujó la puerta con fuerza pero  allí también llovía. Llovía en todos lados, fuera y dentro. No veía refugio ni manera de evitar el agua.
 
Así que Irvine comenzó a correr por el camino del ventorro atravesando la plaza y la fuentecilla. Quería salir del pueblo y alejarse de aquella tormenta que caía con furia desde el cielo y que parecía perseguirle sólo a él. Porque continuaba sin ver a nadie, continuaba solo con la tormenta. Solo desde que salió de su casa y se encontró con esa nube. Y el corazón empezó a latirle tan fuerte que le costaba casi respirar, porque en el pueblo no aparecía nadie, como si todos hubieran huido del diluvio excepto él. Y el miedo de estar solo bajo esa pesadilla que le perseguía comenzó a atenazarle el alma y quiso huir de ese terror, corriendo desesperado.
          
Pero le costaba avanzar sin sufrir un golpe o una caída. Cuando un remolino lo cogía lo tiraba con brusquedad. Uno de ellos lo estampó contra un banco de la calle mayor. Creyó que se había roto la cara, la sangre comenzó a brotar y a teñir su blanca camisa  encharcada. Se incorporó y corrió como pudo. Otra sacudida lo levantó del suelo y le revolcó en el aire. Fue a caer de pie, hincando luego las rodillas en el asfalto. Cuando llegó al ventorro llevaba heridas las manos, las piernas, la cara y el cuerpo magullado de golpes. Y pudo ver que un poco más allá, justo detrás de unas tierras de cultivo que limitaban el pueblo, el cielo estaba claro. Y siguió un poco más allá.
 
Ya estaba cerca de la salida. La lluvia era un gran telón que lo separaba del aire seco. Extendió sus brazos, alcanzando el calor y la tierra sin agua.
 
Y después el resto de Irvine se tumbó en el terreno arado y respiró profundamente, jadeante, bajo el sol. Acercó la mano a sus ojos y contempló sus arrugas y heridas por lo que le pareció una eternidad.
 
Algo le arrastró después por la cabeza de nuevo hacia la gran tormenta, levantándolo en el aire, haciéndolo girar sobre sí mismo. Unas manos enormes, como inmensas palas, le sostenían firmemente la cabeza y le transportaban por nubes grises y moradas. Vio convertirse el cielo que atravesaba en una fabulosa paleta de colores fríos. Y se dejó llevar. Subió  en vertical dando vueltas sobre sí mismo sostenido por unos dedos firmes y cálidos. Encontrándose las nubes  de cara. Cada una inmensa. Y comenzó a oír la música del principio. Feliz, sintió en un momento que las manos enormes comenzaron a moverse en dirección contraria al giro de su cuerpo. Una convulsión le recorrió por completo.  Se oyó el crujido del cuello. Las manos de Dios siguieron. Una vuelta y otra, sin que le hiciese daño, y el cuerpo cayó al vacío. La cabeza derramó una fina lluvia roja sobre su casa, sobre todo el pueblo y Dios le puso a mi lado. Esto me ha contado Irvine. Cada uno ha llegado aquí de un modo diferente.

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