En
el amanecer por fin apareció ante nuestros ojos. Se veía muy lejos, apenas una
motita en la línea del horizonte. El
cielo se desgarraba en finas nubes
malvas que tocaban el mar. Nuestro barco
avanzaba a una velocidad constante y, aún a lo lejos, aquella imagen
cada vez más perceptible nos dejó a todos en el más profundo silencio.
Callados, ninguno podía apartar la mirada de lo que tenía enfrente. El transatlántico reposaba en el mar con el
rojo sol de fondo. La visión era imponente, no sólo por sus espectaculares
dimensiones, sino porque el mar había conservado al coloso tal cual era el mismo
día que navegó por primera vez, igual que la noche en que desapareció. Aquel
gigante estaba allí, hipnotizando nuestra retina, impecable.
En
el tramo que aún nos separaba permanecí en silencio, sin moverme. Y así continué. Cada vez más cerca. No sé el
tiempo que pasó hasta que tuve todo su lomo sobre mi cabeza.
-“¡Echa
el ancla!”
Me
dolía el cuello de mirar hacia arriba. Tenía que forzar demasiado la postura si
es que quería tener una perspectiva total del barco, tan descomunal que se
escapaba. Un poco más, unos metros más y ya sólo vería un tramo.
Mis
compañeros, todos. Subieron al “Scorem”, tenían que traer material de estudio.
Yo permanecí en mi sitio, solo.
Al
cabo, empecé a notar cierta rigidez en mi cuerpo, que no había movido desde
hacía un buen rato, paralizado por los acontecimientos. Sentí mis piernas
dormidas, los brazos cansados. Algo me hormigueaba en la espalda.
Me
volví y vi a Cristina haciéndome señales mientras se alejaban.
Podía
imaginar las grandes salas, la riqueza de los artesonados de madera, la famosa
vajilla perfilada en oro, los camarotes de lujo, los camarotes de tercera, la
infinita cubierta tableada. La sala de máquinas. ¿Qué encontraríamos allí? ¡Qué
fantástico!
Una
brisa cálida me sacó de mis pensamientos. Empezaba a hacer calor. El sol había subido muy alto y brillaba en un
cielo despejado. Qué extraño, sin darme apenas cuenta de ello. Decidí
volverme a popa y observar si venían por otro lado porque empecé a sentir con
gran inquietud que tardaban demasiado y que estaba muy solo.
Me
quedé contemplando un buen rato el agua salada y las aves que bajaban a comer y
cuando me giré siguiendo el vuelo de una de ellas vi que la pared de hierro
negro estaba allí, muy cerca de mí. Ya no podía abarcarla con mis ojos. Era un
muro poderoso, demasiado salvaje como para estar debajo. No sé por qué
continuaba acercándome, el ancla estaba abajo, yo mismo me había ocupado de
hacerlo. Volví a subirla, entré en la cabina y di marcha atrás. Retrocedí lo
suficiente como para poder seguir contemplando extasiado la fabulosa visión que
parecía venirse encima. El gigante, sin tiempo de deterioro,
presentándose al mundo para sorprenderlo de nuevo. Retando a la realidad más
hastía, superior a todo.
Comencé
a oír un leve ruido, como un trote. Un niño pequeño jugaba en la proa del
barco dando carreras cortas persiguiendo una pelota azul. Se apoyó en la
barandilla y se asomó. Inclinaba la cabeza
mirando el oleaje, luego se retiró y siguió corriendo tras el juguete.
Desde mi barco se oían sus risas. Volvió a asomarse y se fijó en mí. Extendió
el brazo y me saludó. Perplejo, hice lo mismo. Una voz de hombre llamó al pequeño.
Sus pasos se fueron haciendo más lejanos hasta que desaparecieron. Esperé más
tiempo, más cosas, mientras la rigidez de mi cuerpo me aprisionaba.
Luego abrí los ojos. El sueño me dejó pensando. La pared de hierro negro volvía a estar muy cerca. El aire fresco del día era ahora espeso, mi respiración se hacía costosa y lenta. Vi pasar dos gaviotas atravesando el sol, que me llenó la vista de destellos oyendo su graznido.
Luego abrí los ojos. El sueño me dejó pensando. La pared de hierro negro volvía a estar muy cerca. El aire fresco del día era ahora espeso, mi respiración se hacía costosa y lenta. Vi pasar dos gaviotas atravesando el sol, que me llenó la vista de destellos oyendo su graznido.
El
mar en calma seguía arrastrándome hacia el casco oscuro y tumbado en las tablas
de cubierta pude ver al sol naranja descender. Tranquilo me dejaba mecer en mi barco como en
una cuna dulce y acogedora al son del silencio. Un silencio que empezaba a
devorarme, entrando por mi boca, apoderándose de mis dedos y mis brazos. Agarrotando
mi voluntad de movimiento. Pero en calma. Como el dios que, arrogante, me
miraba aún callado. El zumbido comenzó luego. Y fue haciéndose más fuerte.
Corrí...muy
lentamente...hacia la cabina y cerré la puerta. Entonces paró.
“Es
mejor que les espere aquí”.
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Todo
cuanto oigo ahora es mi respiración profunda, muy honda. Me oigo mientras
observo mis manos mojadas, mi cuerpo sumergido en el mar hasta la nuca. Ha
pasado el tiempo. Pasa el tiempo y soy una esponja que absorbe el aire
caliente.
“Tuve
que caerme”
Sólo oigo
mi respiración terrible muy cerca el muro negro del barco. La plancha está
cubierta de pequeños cráteres y no puedo apartar la vista de ellos, no quiero
ver el resto del monstruo que me devora. No quiero estar tan cerca. Su volumen descomunal me
horroriza. Hago un esfuerzo para retirarme pero es inútil, mis movimientos son
demasiado lentos, demasiado torpes y pesados.
Una terrible mancha oscura
se acerca y cubre el agua salada de un tinte intensamente negro. Frío. ¡Va a tocarme!. Mil cuerpos desnudos,
blancos, me rodean, me miran sus ojos desde el oscuro de las aguas. Se acercan
sus dedos a mí, me giro. Van y vienen. Vertiginosamente. Me han atravesado.
Pasan a través de mí como por un umbral. Un viento huracanado peina mi corazón.
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