jueves, 28 de agosto de 2014

MIS VECINOS DE LA IZQUIERDA




Mientras escribo mi diario me llegan por la ventana los cánticos de una mujer muy anciana, parece un loro viejo y me pregunto qué estará haciendo allí. Viene de la otra parte del muro del jardín, debe de ser un familiar de mis vecinos.

Su parcela tiene dos casas gemelas de principios del siglo pasado. Rusticas, con pórtico y escaleras en la entrada,  un tejado de madera oscuro y un tono entrañablemente caribeño. Su color rosa flamenco resalta el verde de las Blue Mountains, presentes día y noche a nuestros ojos. Es bonito verlas bajo los colores vivos de las flores tropicales de mi jardín bordeando el muro.

Una de las casas está en ruinas desde Iván. El huracán destrozó el tejado. Dejó aberturas y un revoltijo de tablas rotas. Es como un barco en tierra tras una tempestad. Por dentro parece que crece la maleza. Una maleza profunda, insondable, al otro lado del muro, al otro lado de mi ventana.  

Algunas noches oigo que utilizan un aseo, lo que me hace pensar que aún hacen uso de ella. Oigo una ducha y un joven cantando. Oigo pasos y conversaciones apagadas.

Cuando me asomo por mi ventana, veo a través de las plataneras el tejado roto y la pintura rosa desvanecida por las paredes. La madera de las ventanas es vieja y gris y el marco resulta pintoresco, me parece un cuadro de otra época que respira junto a mí. Me gusta mirarla. Pero solo es bonita esa perspectiva. Al otro lado cambia bastante. La parcela está completamente cubierta de mala hierba y enredadera que tapa en algunas zonas los escombros y la basura. Junto a la tapia hay un coche abandonado, roñoso. Es como un ancla vieja fuera de lugar. Tanto ha crecido la maleza que parece hacer las veces de una jardinera destartalada.  Una perra ha parido allí, en las profundidades ocultas  de ese  automóvil. Los gemidos de sus cachorros parecen venir del centro de la tierra. Todo es un poco raro en la parcela de mis vecinos, todo tiene aspecto de abandono y vacío.

A él lo veo a veces, a menudo sin camisa, en su acera, hace como que arregla la verja o la puerta del jardín, pero ya sé que no. Lleva años siendo el dueño de la peor finca de la comunidad y en mi barrio tener el cartel “peor” cuesta verdadero esfuerzo. El hombre tiene unos sesenta años, es calvo y se niega a poner puerta a su jardín para empezar por lo más básico. El que sea el presidente de la comunidad de propietarios es tan irónico que solo en Jamaica resulta coherente. Todos sus perros parecen sarnosos y reposan sus estropeados cuerpos en el asfalto de la calle como esperando ser atropellados. Por las noches ladran sin parar y participan noche sí, noche no en bacanales con peleas callejeras. Me dan verdadera lástima, no sé cómo alguien puede tener perros y dejarlos vivir en tan lamentables condiciones.

Apenas tenemos relación. Un vago saludo de vez en cuando. En uno de esos frugales saludos Martin le comentó que le gustaría visitar la sinagoga de Down Town pero que necesitaba una invitación de uno de los fieles. Así que él nos invitó a asistir a una liturgia.

Cuando entramos lo primero que llamó mi atención fue pisar el suelo. Estaba completamente cubierto de arena de playa. Qué sensación. Los asientos estaban dispuestos en cuadrilátero, de manera que nos mirábamos de frente unos a otros.  Estuve bastante atenta a la ceremonia, que se seguía a través de un texto con salmos y cantos en hebreo. No me enteré de mucho, pero mantuve la atención, especialmente cuando desde la balaustrada del segundo piso vi a mi vecino cantar con voz de barítono una preciosa canción. Su voz y la música me transportaron a un espacio mágico, muy confortable y emotivo. Parecía mentira que un hombre con tan poco respeto por las formas mas simples pudiera crear algo tan bello.

Al poco comprobé que, efectivamente, este hombre tenía una esposa, como me habían dicho, una mujer que vivía cada día como yo, en Patrick Avenue, a pocos metros de mí. Era  domingo y vi que mi vecina salió de la casa con zapatos de tacón altísimos y literalmente embutida en un traje de raso color champán. Una mujer baja y de mirada vacía. Llevaba peluca de cabello de plástico ensortijado. Sus perros esqueléticos contemplaban sus pasos marcando una imaginaria alfombra roja. Caminaba como un hombre que usara zapatos altos como parte de un disfraz de mujer. La estrella entró en el coche con su marido y con un sutil movimiento de cabeza me saludó.

Yo tenía nada más que una referencia de ella. Unos días antes del huracán Dean, Martin fue a visitarlos para que cortaran las ramas del árbol de aki que entraba en nuestra propiedad, eran muy grandes y podían rompernos la casa con el viento. Sólo les pidió esto, con buen gesto y educación. La respuesta de esa mujer estuvo fuera de todo lugar. Lo insultó, lo trató con una hostilidad cortante. "Desde el mismo día que comenzaste a vivir en esa casa supe que no eras bueno, que eras maligno, un ser malvado", le dijo a Martin. No me enteré de esto hasta el día en que el huracán rugía bajo nuestro techo y Martin salio afuera a pasarle a su propiedad todas las ramas rotas de su aki que caían a nuestro jardín.  A la mañana siguiente nuestra casa parecía la selva más espesa. Pansy con el machete en mano trataba de cortar en pequeños trozos todas las ramas y los arboles caídos. Martin me lo conto entonces.

Después de eso todo siguió en silencio, como siempre. A excepción de los ladridos de sus perros y del sonido de la cisterna alguna noche se diría que nadie vivía allí. Pero una mañana, sobre las siete, nos despertaron una gritos casi satánicos. Esa mujer repetía la misma frase con una voz demoniaca. Le decía a otra persona que se fuera de la casa. Persona que no replicaba en ningún momento. Los gritos continuaron durante más de una hora. Mi corazón latía golpeando fuerte. Se me hizo un nudo en la garganta. Esa voz tan desagradable, tan oscura se me metió muy dentro y  entendí que la maldad vivía al otro lado de mi tapia y llevaba el nombre de esa mujer. Aquel día levante mentalmente muros infinitos en mi casa para aislarme de ella y que su oscuridad no tocara nada de lo mío.

Martin me explicó que el matrimonio tenía un hijo. Y que debía ser ese hijo al que ella trataba de echar. Un hijo, otro ser no se dejaba ver. ¿Quién era? Yo no lo había visto, ni oído nunca. Hasta un mes después, cuando los gritos de un hombre joven, quejándose de maltrato, entraron en las casas de todo el barrio.

Por lo demás se diría que en la casa no hay nada…..ni nadie. Por la noche todo es oscuridad, el vecino no quiere contrato con la compañía eléctrica.  Todo allí parece abandonado, hasta los coches que reposaban en el garaje abierto. Sin embargo, muy de vez en cuando hay otra explosión de gritos e insultos despiadados, antes y después de la calma más absoluta.  Entonces sé que la mujer y el hijo existen.

Sí, hace un poco estaba escribiendo en mi diario cuando he oído una voz de mujer mayor cantando desde la casa en ruinas. De nuevo una señal de vida después de casi un mes  de silencio. He pensado en la visita de un familiar, una abuelita, una anciana. Era una canción  tradicional, local. El corazón me ha dado un vuelco cuando esa canción se ha trasformado poco a poco en dance hall duro y la voz se ha tornado extremadamente grave, claramente de un hombre y ha variado  otra vez hasta convertirse en voz de mujer anciana, débil  y al rato hacerse grave y tosca de nuevo. ¡Qué sensación más extraña! En un momento me he imaginado la historia de Psicosis, la verdad, creo que algo hay de eso al otro lado de mi tapia.

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